La farsa del sapito:

Había una vez un sapito, así de chico, que se enamoro de una flor de roble.

Junto con sus hermanas, todas vestidas de lila, bailaba la flor, prendida de la más alta rama. Al sapito, que no era arborícola, la sola idea de trepar tan alto lo mareaba, le disgustaba profundamente la fatigosa escalada, no era fan de las hormigas, que por el tronco medraban, pero si algo le asustaba, siendo así, así de chico, era toparse un zanáte, un garrobo u otro bicho. También contaba el batracio, en su pasado cercano, con la muy mala experiencia de subirse a otro palo.

Aquella vez una rana, con quien estaba intimando, le comento que en un árbol crecía una fruta rara. Acompáñame, le dijo, no es preciso subir tanto, yo conozco el camino, si me sigues te iré guiando. El asenso fue tortuoso, la fruta más bien amarga, lo mejor fueron los besos que se dejo dar la rana, pero ignoraba el sapito que aquella clase de dama – de las verdes fluorescente- no solo saben extrañas. Primero quedo sin habla, su lengua no reaccionaba, después comenzó a ver cosas, danzantes formas rosadas, mientras que a toda prisa el mundo entero giraba: son las cosas que uno saca por andar chupando ranas.

¡Que sapo tan re-bañazo!, espeto herida la dama, y lo dejo abandonado, perdido, solo… drogado. Tres días tomo al sapito el bajarse de aquel árbol y en cuanto pudo juró jamás volver a intentarlo, pero ahora era verano y del gran roble colgaba la florcita mas hermosa que vio en su vida el batracio. Tendido sobre una hoja, con los ojos entornados, de día y noche el anfibio la contemplaba asombrado, pero siempre se decía: ¡yo no subo a otro palo!, y en esa lucha los días se trocaron en semanas.

Cansado de no hacer nada un día, envalentonado, por el gran tronco el sapito comenzó a subir despacio. Bajaba todos los santos al ver rondar pajarracos, pero siendo así, así de chico, era difícil notarlo, tan solo debía aferrarse y no mirar para abajo. Acampo al llegar la noche, en una rama delgada y se cubrió con una hoja, de la fría madrugada. A la mañana siguiente, apenas rayando el alba, prosiguió con el ascenso, pues la cumbre era lejana. Ya mas arriba el viento por momentos arreciaba, pero la cima ahora se divisaba cercana.

En la tarde, sin aliento, llego a la última rama y pudo ver su florcita bailando con sus hermanas. Ya teniéndola tan cerca pensó: ¿y ahora que hago?, pues tan linda era la flor que se sentía pasmado. En estas cogitaciones encontrábase el sapo, cuando vino un vendaval y la flor salio volando. Al ver aquel accidente dio un salto desesperado y aunque extendió las dos manos su esfuerzo lo hizo en vano: flotando con la ventisca su amor se iba alejando. El la siguió con la vista hasta verla aterrizando, cayo ilesa entre flores, ninguna tenia su encanto, y el sapito, por el roble, bajo como haría un rayo.

Al llegar a la parcela en que la vio tocar tierra encontró solo rastrojos y matitas de azucena, también pétalos marchitos que no podían ser de ella. Para olvidar torno el sapo a besar ranas viciadas y a veces en su delirio, entre nieblas de alborada, cree ver a su florcita por la borrasca llevada.